AL VIEJO LELO...
Sentado
algo desvencijado, estaba el viejo Lelo, no supe su nombre, ni sus apellidos, sólo
así le conocí, bajo la mata del almendro allá, en la entrada
de los Saldaños, tan viejo como el tiempo, miraba en la profundidad del
horizonte, cualquiera pensara que veías
a las aves volar y mas al pasar varias garzas blancas que radiaban a luz del fulminante sol
de la tres de la tardes del mes de septiembre, de un año dónde yo apenas era niño, una hora que los hombres del campo a veces llegan a maldecir, por quemarle las costillas mientras sacan las
hierbas del rubro del arroz, de las yucas
y las batatas, yo que desde la infancia lo ví, cuando con pasos obligados
mansos junto a serafín, caminaban como los vagones que un viejo y destartalado
tren arrastra hasta el fin del fogón de las quemas de las cañas, parecería qué el olor a humo y las frutas del
jobo no le llegara, pues fija su rumbo saludando cuanto en el viejo carretero encontrara a su paso, con un
machete bien amolado y embaquetado bajo el sobaco izquierdo, con la fuerza de
un tronco viejo, descarado, pero con un corazón tan recio, tal piedras de arrecifes
de un mar turbulento.
Esa
tarde lo vi y lo observé cómo aquel niño que nunca vio un bisabuelo y noté
sus ojos que la luz del sol le hacía ver galanos con nubes grises en su
derredor y lo salude tímidamente, mas
luego supe que él no escuchó, porque seguía inerme al tiempo que quizás se le iba
con las horas y me pregunté ¿qué pensará su
mente vieja igual que el pueblo?, tal vez en la novia que no
vivió, la mujer que nunca tuvo, la madre que pudo adorar o el padre que se fue
sin él nacer, la casa que no edificó, la siembra que no cosechó o aquella que
anheló, el amigo que se perdió en la
infancia vagabunda de los años reprimidos de la historia de los tantos malos dictadores, de las frutas que sólo en
aquellos tiempos habían, de los días de
lluvia, de calor y frio, de hambre y más que todo soledad. Allí está Lelo, que
la brisa le rosa la piel ya sin brillo, llenas de curvas y montes de las tantas
picadas de avispas y quizás de martirio. A veces creo que vivió
una vida que sólo en él fue verdad, plasmado en una mancha seca de un
espejo que un día será borrada, entre Dios, el cielo y la tierra.
Allí
viene Lelo, con sus pasos desvencijados, cual si los años en él le hicieran bailar la música que su mente escucha, muchos decían que había nacido cuando Lilis, o cuando Mon Cáceres
gobernó, su cejas copiosas cómo nubes
grises al igual que las pestañas sus ojos escondían, una cachucha en su cabeza y aquellas camisa a
rallas, igual de la que usó
a lo mejor el español Lucilo Palmero, o
Juan Sánchez Ramírez, quien sabes, dicen que no tuvo hijos, otros que no se casó, a lo mejor quien sabes, a veces llegué
a creer que se había cansado del tiempo que cruelmente le hacía ver
morir quizás a quienes más amó, quien sabes,
yo lo vi cuando cargabas en su hombro algún saco lleno de viandas, o algún
racimo de plátano tendido en un yaguacil caído de cualquier palma del camino, para cambiarlos por arenques, maíz secos,
bacalao, un poste de algún ron que sorbía
sin dolor, ni sabor cuando lo destapaba, escapando una leve sonrisa de satisfacción
frente a mí, que con un trapo le quitaba
el polvo de la carretera a la botella, que llevaba en el tramo mucho tiempo en
la pulpería que yo atendía por allá en los 90, cuando casi nadie pensaba en el
dos mil, y una tercia de gas, lo veía que lentamente echaba en su
saqueta, lo que había cambiados o
comprados, arreglaba su colin embaquetado y mirando por la visera de su gorra
vieja me miraba y con dos lentas señas se despedía, dando la espalda hasta que lo dejaba de
ver al doblar de la esquina de doña
concha y doña minga, yo pensaba por qué tanta soledad y volver al monte de dónde
surgía, recuerdo que mi padre era casi
viejo cuando lo vi morir y aun así, después de eso seguí viendo a Lelo tan ajado cual
frutas marchitas como el primer día.
Homenaje al hombre del campo.